sábado, 24 de diciembre de 2016

5000

Tengo las emociones rotas de tanto usarlas
y se desmontan al ver la tumba que es nuestro mar.
Trato de templarlas, como hacéis otros
que oís hablar de ahogados, sin escuchar.
Habéis fletado un barco de indiferencia
y le habéis enseñado a navegar
entre cadáveres de mujeres, de niños
y de hombres que no pudieron llegar.
Malditas las conciencias que flotan
diluyendo la responsabilidad
y las que pasan de puntillas sobre los muertos
dando patadas en la boca a la solidaridad.
Malditos quienes niegan la guerra
mientras  las bombas no caen en su hogar.
¡Malditos! ¡Todos malditos!
no os atreváis a dudar:
Esto lo vais a pagar.
La Historia no será la única
que con el tiempo,
nos va a juzgar.

viernes, 23 de diciembre de 2016

No nací feminista; me hicisteis vosotros, cabrones. 2

2.- Se llamaba Rubén Sierra. Bueno, en realidad, aunque para mi forme parte del pasado que es mejor olvidar, aun se sigue llamando así. Aún existe y anda por ahí, suelto. Hace poco, en una de las numerosas conversaciones en las redes sociales sobre machismo y feminismo, hablábamos de la cantidad de violaciones que no son denunciadas. Y yo, por desgracia, también en ese tema tengo mi propio ejemplo. Las razones que pueden llevar a una mujer a no denunciar una agresión sexual, son tan numerosas como los obstáculos que les ponen a las que deciden hacerlo. O incluso mas. Porque a la falta de apoyo social, a las carencias legales , policiales y judiciales, a las trabas burocráticas y a la falta de presupuestos, hay que sumar los motivos personales de la víctima, que pueden ser tan variados como lo somos las personas y nuestras vidas. En mi caso, el escenario particular era el de evitar mas sufrimiento a una madre a la que ya había visto llorar demasiado. Es posible que en mi fuero interno haya recurrido a tan noble causa solo para ocultar mi propio miedo y vergüenza a denunciar, lo sospecho. Pero al final yo había conseguido defenderme y Rubén no había conseguido penetrarme, solo la punta... así que aquello ni siquiera era una violación; Además yo solo tenía un par de rasguños. Tendría que pasar por un calvario y al final se quedaría en un intento, o en nada... Eso me dijo Marisol, la amiga con la que había salido aquella noche. ¿Quién iba a creerme si yo había salido voluntariamente con mi ex de la discoteca? Nadie. No merecía la pena. Solo pensar en el dolor de mi madre al enterarse, se potenciaba el mío propio. A los 16 años que contaba entonces, yo ya me había hartado hacía mucho tiempo de ver a mi madre llorar. No, no denuncié. No me juzguéis por ello, ya lo hago yo bastante.
A Rubén le conocí en la discoteca Tik de Gijón. Era algo mayor que yo, moreno y guapo aunque un poco cabezón. No puedo contaros mucho de aquella relación porque años de esfuerzo en olvidarle tienen su fruto. Recuerdo que le dejé por su insistencia en "llegar a mas". Nos enrrollábamos en los reservados de la disco, que no eran mas que los asientos menos iluminados en las gradas que rodeaban la pista de baile circular, y por enrrollarnos entendíamos besos con lengua. No pasábamos de eso. Al menos allí. En el camino de vuelta a casa, se empezó a convertir en costumbre lo de desviarnos al parque a buscar mas intimidad. Si os extraña lo de buscar intimidad en un parque, es que nunca habéis estado en uno en Asturias en pleno invierno a las 10 de la noche. Allí los besos se volvían mas apasionados y sus dos manos se multiplicaban. Yo era virgen, el lo sabía y se había empeñado en que dejase de serlo. Yo me cansé pronto del "solo la puntita" y le dejé.
Podría haberse quedado ahí, y aún así ahora podría estar hablando de la urgente necesidad que tiene esta sociedad de apreder que, cuando una mujer dice no, es no. Pero semanas mas tarde (puede que meses) me lo volví a encontrar. Fue en el Tik, pero en la sesión de noche. Mi primera sesión de noche. Excepcionalmente, me habían dado permiso para salir de noche con una amiga de L'Entregu que había venido a pasar el fin de semana a mi casa. Compañeras en el instituto, nos habíamos vuelto inseparables de lunes a viernes, y celebrábamos nuestro primer fin de semana juntas. Volved temprano, dijo mi madre. Temprano por la mañana, contesté yo entre risas. Mi madre me rió la gracia, y a mi aquello me bastó para despreocuparme de la hora de regreso, a pesar de que al día siguiente debería estar por la mañana en Moreda, un pueblo a unos 60 km de Gijón, para celebrar la primera comunión de mi primo Milio. Así que aferrada a mis dos lemas de la adolescencia "Ya dormiré cuando sea mayor" y "Que me quiten lo bailao" me lancé a la noche gijonesa con Asol (así llamaba yo a Maria Soledad). Cuando nos encontramos a Rubén y el insistió en hablar conmigo, a ella no le importó quedarse un rato sola. Rubén quería volver conmigo, quería volver a intentarlo. Mi respuesta fue no. No. Que no. No y no. Se echó a llorar. Se me rompía el corazón. Aquello no era fácil para mi tampoco. Le daba vergüenza que le viesen llorar y me pidió que le acompañase fuera, que le diese un poco el aire y se tranquilizase. Yo no quería dejar mucho tiempo a mi amiga sola, pero iban a ser solo un par de minutos y accedí.
No fueron solo dos minutos, pero tampoco muchísimos mas. Al salir de la sala, torcimos a la izquierda y caminamos apenas 20 metros mientras el seguía gimoteando. Un callejón a la derecha le pareció bien como parapeto donde secarse las lágrimas. Y en cuanto estuvimos fuera del alcance de otros ojos, el doctor Jekyll se convirtió en Mr. Hyde. Sus ojos ya no lloraban. Estaban secos y ardían de rabia y odio. Me agarró las dos muñecas y me empotró contra una valla, dejándome inmovilizada entre esta y su cuerpo. Empujaba con tanta fuerza contra mi, que pense tiraría la valla y nos caeríamos, yo para atrás y el encima. Y cualquier cosa me parecía bien con tal de librarme de aquella prisión. Ahora era yo la que lloraba, suplicando que parase. Por favor. Por favor. Por favor... No nos caímos, me tiró al suelo. Yo nunca antes había sentido la fuerza humana en mi propio cuerpo de esa manera. Me había peleado con mis hermanas, con mi prima y hasta con niños del barrio. Pero nos peleábamos sin querer hacernos daño. Me había llevado alguna que otra hostia de mis padres, no todas con la misma intensidad y tampoco todas merecidas. Pero nunca como aquello. Durante unos minutos, pocos pero eternos, no fui mas que un pelele llorón en manos de un ser sin sentimientos que poco de humano aparentaba. Creí que si apretaba mas me podría pulverizar los huesos. Ya me tenía con los pantalones medio bajados (yo llevaba vaqueros) y ya sentía la punta de su pene sobre mi piel mas íntima. No se que provocó el chasquido en mi cabeza y no se me ocurre otra palabra mejor que chasquido para describir aquel click en mi cerebro. ¡HIJO DE PUTA! ¡BASTA!
No fue lo que dije sino la explosión de rabia con la que lo hice, mi repentino cambio de actitud, lo que le sorprendió . Y con la sorpresa, por un segundo, (varios segundos o unas décimas, quien sabe...) paró. Dejó de moverse y de ejercer todo su peso y su fuerza sobre mi. Aproveché ese lapsus para tratar de liberarme y de un manotazo arrastre la mano que sujetaba mi muñeca, que al soltarse cayó sobre una boñiga. No desaproveché la confusión de Rubén al ver su mano llena de mierda de vaca y me escapé. CorrÍ mientras vestía. Ahora era el quien volvía a llorar. ¡Perdona! ¡Me metieron mosca* en la bebida, no fue culpa mía, perdona...! -me gritaba entre sollozos mientras yo corría sin mirar atrás mas que para comprobar que mantenía la ventaja. Me alcanzó en la entrada, pero el control del portero me sirvió de trinchera y cuando consiguió entrar yo ya me había perdido entra la multitud en busca de mi amiga, tarea que se me hacía muy dificil si tenemos en cuenta que no me atrevía casi ni a levantar la vista del suelo. Era una vergüenza andante. Me sentía humillada y sucia.
Había unos 20 minutos caminando desde allí a mi casa. Por el camino, Marisol le quitó importancia, mas por tranquilizarme y porque la situación la superaba -nos superaba- que por falta de empatía. (O al menos eso quiero pensar) Me tragué la bronca de mi madre por llegar tan tarde sin rechistar. Una parte de mi, quería abrazarla fuerte, decirle que lo sentía mucho, que debería haberle hecho caso y volver temprano y contarle todo lo que me había hecho aquel malnacido. Si nos hubiésemos tomado una copa y hubiésmos vuelto a casa, nunca me habría encontrado a Rubén y aquella pesadilla no habría exstido; pero ganó la otra parte de mi y le ahorré el disgusto a mi madre, que bastante había tenido ya ella con pasar toda la noche intranquila por mi culpa. Mi culpa. Mi culpa...
Al día siguiente, me gané un premio Goya honorífico como actriz secundaria o algo así en la comunión de mi primo. Sobreviví a la semana siguiente con el incondicional apoyo de mi amiga Bego y mi hermana Nuria, mis únicas confidentes, atormentada por la duda de denunciar o no denunciar, de contarlo o no contarlo. Fueron pasando los días, plomizos para mi a pesar de la primavera. Pasaron las semanas y la opción de denunciar se había diluído en el olvido. En pocos meses, aquella noche no había existido. Al menos para mi entorno, lo que ayudaba mucho a fingir que así era. Yo seguí mi vida, como si no hubiese pasado nada, al menos de cara a la galería. (No, eso ya no era teatro, sino el empeño de ser tan feliz como cualquiera, un derecho del que no iba a privar ni el malnacido de Rubén ni nadie y la lucha por lograr que, las desgracias del pasado sean solo eso: pasado.)
El dejó de frecuentar los lugares que teníamos en común, lo que me lo puso algo mas fácil. Su ausencia no era una forma de respetar mi dolor desapareciendo de mi vista; que va... Fue una especie de cuarentena , supongo que el tiempo que le pareció prudente para asegurarse de que las aguas estaban tranquilas y no le iban a salpicar si asomaba la nariz. Una noche me lo encontré. Yo iba con mi pareja, acompañados de nuestro grupo de amigos. Paseábamos tranquilos de vuelta a casa después de otra tarde en el Tik, divertidos con las bromas y los chistes del payasete de turno. El brazo de Luis rodeaba mis hombros y el mío su cintura. Nuestra pandilla era una de las muchas que poblaban la procesión de jóvenzuelos que desfilaba cada domingo a esas horas por la Avenida de la Costa. De repente, se me heló la sangre. Delante de mi, caminando de espaldas entre el grupo que nos precedía, le vi. Era el. No le había vuelto a ver desde aquel día y había deseado con todas mis fuerzas no volver a verle nunca. Gijón es una ciudad lo suficientemente grande como para no encontrarte a una persona a la que aprecias en toda tu vida, pero lo sufientemente pequeña como para tropezarte con alguien a quien detestas, cada día. Había tenido suerte hasta entonces. No quería verle. No quería alcanzarle. No quería caminar. Mi cuerpo se tensó mas que la cuerda de una guitarra y mis pies no respondían. Dejé de reír y de caminar a la vez, sin soltarme de Luis -¿Qué te pasa? -Nada. -¿Como que nada? ¿Que te pasa? Ni que hubieses visto un fantasma... -Bueno, es que... nada, nada. Luis no parecía dispuesto a conformarse sin una explicación a ese cambio tan brusco en mi. Al pararnos, nuestro grupo desaceleró el paso, sin perdernos de vista pero respetando una distancia prudencial a nuestra conversación privada. Un poco mas retrasados se habían quedado Alberto (amigo íntimo de Luis) y su novia Rebeca, que mantenían su propia conversación. Pero yo no me di cuenta, tratando de controlar las arcadas que me estaba provocando el nerviosismo. ¿Por donde empezar a explicar que era lo que me pasaba? ¿Cómo iba a exhumar de repente aquello que tanto trabajo me había costado enterrar? Le conté a mi chico lo que me había pasado, brevemente, sin entrar en detalles, como pude. Luis se vovió loco. Quería correr, alcanzarle y romperle la cara a hostias. Y yo le agarré para impedírselo. Ante el repentino espéctaculo todos nuestros amigos nos rodearon en dos zancadas. Alberto y Rebeca también. Con mi autorización, Luis les explicó lo que le acababa de contar (a mi me costaba hablar) y la sorpresa fue mayúscula cuando Alberto empezó a echar todo tipo de cagamentos y maldiciones por la boca a la vez que narraba la conversación que había tenido segundos antes con su novia, mientras Rebeca se tapaba la cara con las dos manos. ¡Ella también había salido con Rubén y había sido víctima de su 'presiones'.
Una parte del grupo se quedó con nosotras y la otra echó a correr para darle alcance. Nosotras no pudimos detenerles. Bueno, Rebeca ni siquiera tenía la intención de intentarlo. Ellos tampoco pudieron alcanzarle, o lo hicieron pero dudaron de cual de aquellos tíos era el que buscaban. Pero aquello no se iba a quedar así. Una tarde cualquiera, no mucho tiempo después y en la misma discoteca de siempre, se armó revuelo entre mi gente. Miradas cómplices entre algunos, cuchicheos al oído de otros... Algo estaba pasando y yo no me estaba enterando de qué, pero si de que pasaba algo. En el interior del Tik, pero alejado de la pista de baile y de los vatios que la inundaban, había algo así como un pequeño chigre, en el que además de escapar de la música cuando el pincha se ponía en plan ñoño, podías jugar a los petacos o comerte un riquísimo bocadillo de tortilla. Mis amigos se empeñaron en ir allí con una insistencia que mantenía vivo el misterio que estaban creando, el cual no desvelaron hasta que estuvimos tranquilamente sentados a una mesa: Rubén andaba por allí. O eso creían. El plan era que yo me iba a quedar con otros dos, los tres allí sentados, mientras los demás le andaban buscando. Cuando le encontrasen, pensaban ponérmelo delante para que le identificase antes de partirle la cara, porque no querían confundirse y pegar a un inocente y por si quería empezar yo. Yo no quería venganza. Yo no quería aquello. Solo quería olvidarlo, hacer que desapareciese de mi vida como lo había hecho toda aquella temporada. Yo no quería mas violencia. Pero ellos no me estaban pidiendo mi opinión sino confesando una decisión que habían tomado. Y así lo hicieron. Entró custodiado por los cuatro lados, escolta que frustró su intento de dar la vuelta en cuanto me vio. De un empujón le sentaron frente a mi y en cuanto confirmé quien era, le cayó el primer bofetón. ¿Así que es este el hijo de puta, eh? Así que si... Fue una bofetada a mano abierta, intensísima, que provocó alguna risa, pero ninguna mía. Rubén trató de contener las lágrimas pero no supo. Yo no quería ni mirarle. Y aquellos machos empeñados en ejercer de protectores cuando nadie se lo había pedido, trataban de convencerme de que fuese yo quien le pegase. Me azuzaron para ello. Tanto, que le di una bofetada, pero con tan pocas ganas como las que tenía de permanecer allí. Rubén sollozaba sin levantar la vista del suelo. Parecía tan resignado a que le humillasen como ansioso de que le dejasen marcharse. Supongo que aquel mal rato no era nada comparado con cualquier infierno que se hubiese imaginado como consecuencia de sus agresiones, si es que alguna vez temió que le denunciase, que supongo y espero que si. -¡No mujer, mas fuerte! ¡Dale como se merece! Me gritaban los chicos riéndose. Mas de uno parecía estar disfrutando con aquello, pero no yo. Tampoco Rubén, desde luego. El tenía miedo (creo que hasta yo llegué a tenerlo, porque ignoraba hasta donde querían llevar el asunto) pero dudo que sentado en aquella silla de aquel bar haya sentido ni la mitad de terror que sentí yo tirada en aquel callejón oscuro. Exploté -¡No puedo, joder! ¡Solo quiero perderle de vista! ¿Es que no lo entendéis? Lo entendieron. Tuve que levantar toda la voz que tenía en el cuerpo para que lo entendiesen, o para que me escuchasen, mas bien, pues de entender era bien sencillo. No solo lo entendieron, además lo hicieron posible: no volví a ver a Rubén. Y lo agradecí mucho, la verdad. ¿Habría conseguido lo mismo denunciando? Lo dudo.
Pasaron muchos años hasta que se volviese a cruzar en mi vida y fue algo fugaz: Yo cruzaba la plaza del Marqués con mis amigas en dirección a Cimadevilla y le distinguí entre un montón de gente, trabajando de camarero (eso lo deduje por el pantalón negro y la camisa blanca) en la terraza de una sidrería. Mi reacción fue muy diferente esta vez, casi nula. Ya me había curado. Ya no me daba miedo, solo asco. A pesar de la repulsión, no podía dejar de mirarle, quería asegurarme de que era el. Mis amigas miraron hacia donde yo lo hacía sin pestañear y esta vez no tuve tantos problemas para explicarles, aunque muy por encima, quien era aquel personaje, que ya empezaba a notar demasiados ojos clavados en su jeta y salió en busca de ellos. Nos vio y se encogió de hombros como preguntándonos que estábamos mirando. La primera vez. La segunda repitió el gesto pero con una actitud chulesca, como a punto de perder la paciencia. Era evidente que no me reconocía. Tampoco conocía a ninguna de mis amigas. Sin dejar de caminar ni de mirarle, una le gritó un insulto, no recuerdo cual y fue como un torrente: ya ninguna de nosotras dejó de insultarle hasta que le perdimos de vista, mientras nos reíamos de como trataba de fingir ante los clientes que aquello no iba con el...
Nunca mas hasta el día de hoy, habrán pasado casi 20 años, he vuelto a saber nada de su existencia. Hasta hace unos días. Empecé a contaros esta historia motivada por una conversación sobre las violaciones no denunciadas. Mi violación (frustrada, pero violación igualmente) no fue denunciada y como condena por ello, pagué con la carga de los remordimientos. Es una de esas piedras que llevo en la mochila. No se y puede que nunca lo sepa, si Rubén agredió a mas mujeres a lo largo de su vida, como tampoco se si la policía y los jueces habrían servido a la causa mejor que la defensa de aquel grupo de amigos. Lo que si se, es que no me gusta cargar con piedras que no son mías y que el otro día me dio por localizarlo en Facebook, y no fue nada difícil, así que está historia la vamos a dejar sin final ¿Continuará?

No nací feminista; me hicisteis vosotros, cabrones. 1

1.- Con la autodefensa feminista, no se trata solo de aprender a dar patadas y puñetazos para defenderse, que también. Yo resaltaría tanto o mas, la importancia de haberse entrenado a reaccionar contra el bloqueo de nuestro propio miedo. Ese miedo que, ante una agresión y unido al factor sorpresa (hablo por experiencias propias) te impide hasta gritar. O gritas, pero no te sale la voz.
Ese miedo que nos inmoviliza, está en nuestra cabeza; no responde a ninguna superioridad física del agresor. Nos lo han grabado a fuego: no vayas sola, no camines por calles oscuras, coge un taxi y anota el número de licencia, llama cuando llegues...
A anular ese miedo también se aprende: Autodefensa Feminista. Y si aprendemos eso, tenemos una gran parte del trabajo hecho, porque la mayoría de los machistas son unos cobardes que se mueren de miedo ante una mujer sin miedo. (Y si, sigo hablando de experiencias propias: Tenías que haber visto como corrían...)
La primera vez que fui víctima de una agresión sexual, tenía unos 11 o 12 años. Fue un albañil, que anduvo un par de días por mi casa, haciendo una chapucilla. No me gustaba aquel viejo. No me gustaba como me miraba cuando hizo aquel inocente comentario sobre mis pantalones cortos. Apenas había tenido contacto con el. Tanto mis hermanas, de 6 y 8 años, como yo, debíamos estar en cualquier otro lugar de la casa donde no molestásemos al hombre que estaba trabajando por orden de mi madre y así lo hacíamos. No entrábamos en la cocina, que era donde el estaba sustituyendo los azulejos rotos, si no era imprescindible. Hasta que me llamó. Primero me preguntó por mi madre y le dije que había salido. El quería saber mas. O quería conversación, yo que se, pero me incomodaban sus preguntas ¿Cómo que a dónde? ¿A usted que mas le da? Pues a los recados, a sus cosas, yo que se... Entonces me preguntó por mi padre y le dije que estaba durmiendo. La mañana estaba ya bastante avanzada y se extrañó de que siguiese en la cama a esas horas. ¿Estás segura? Que si, que si, que yo no le he visto en toda la mañana, está la puerta del cuarto cerrada y la persiana bajada. Tiene que estar durmiendo. Empezaba a impacientarme con su interrogatorio y soy de esas personas a las que se les nota, sobretodo porque no nos molestamos en disimularlo. Entonces me pidió que le despertase, que necesitaba que mi padre le fuese a un recado ¡Que le despertase! ¿Yo despertar a mi padre? ¡Jamás! Fuese la hora que fuese, si mi padre dormía, en mi casa se respetaba el silencio, o al menos se intentaba, independientemente de que el motivo fuesen los madrugones de los turnos de la mina o las juergas hasta altas horas de la madrugada. Y ahora aquel hombre de mirada lasciva y cara arrugada, quería que yo despertase a mi padre y encima ¡para que le fuese a un recado! ¿Está ud loco? No, no, no... No sabe de quien estamos hablando. Si le despierto para eso me mata. Yo misma iré a por esos dos azulejos que le faltán al almacén. Pero insistió. Insistió tanto, que aunque el para mi fuese casi un extraño, desde su posición de adulto me hizo sentir que era una impertinencia no llamar a la puerta de mi padre como me pedía. Y lo hice. Llamé un par de veces y no contestó nadie. El estaba destrás de mi y se acercó mas. Llamé otra vez. Nada. Al pegar la oreja a la puerta se pegó también a mi espalda y abri. Y entré. Cuando por fin me di cuenta de que la habitación estaba vacía sentí una mezcla de sorpresa (no era normal que se hubiese ido sin levantar la persiana) y de alegría por poder ahorrarme la bronca de mi padre por interrumpir su descanso. Ante la ya evidente ausencia de mi padre, volví a ofrecerme para ir a por los azulejos. Pero de repente, ya no eran tan urgentes. Ponía escusas, me daba largas... Tuve que insistir, pero al final fui. Yo solo quería que acabase de una vez lo que había ido a hacer y desahacerme de su presencia en mi casa. El almacén estaba en la calle Quevedo, muy cerca. En pocos minutos estaba de vuelta con lo que se me había encargado y poco después, el albañil había terminado. Recuerdo, (lo digo de verdad, lo recuerdo) el alivio que sentí cuando le vi en el recibidor, delante de la puerta de la cocina. alegremente, (sonreía todo el rato, sonreía mucho) y me dijo que terminaba de recoger sus bártulos y se iba. ¡Muy bien, muy bien! Yo trataba de ser educada, ya que ninguno de mis padres estaban allí para despedirle. Supongo que yo también sonreía. (A mi me enseñaron a sonreir, como una buena chica. Pero ese es otro tema.) El había abierto la puerta del piso y había dejado parte de sus utensilios de trabajo en la escalera que subía a la buhardilla. Entró a por sus últimas pertenencias y me acerqué a la puerta para despedirle y cerrar. Y le ofrecí la mano. No se por qué lo hice. Supongo que imitaba a los adultos, al no estar ellos, cerrando un trato, en este caso uno ya cumplido. No lo se. Pero se que me culpé mucho por ello, durante mucho tiempo. Porque si yo no le hubiese expuesto mi mano, el no me la habría agarrado con fuerza y no me habría arrastrado sobre el. Y no me habría aplastado la cara con su cara, no habría tenido que sentir sus labios blandos sobre mis tiernos labios, ni su lengua babosa, invadiendo mi boca primero y mojando toda mi cara con el forcejeo también. Todo mi asco y mi rabia explotaron en un empujón. El cayó al suelo y yo cogí una de las herramientas que estaban en el escalón, no recuerdo cual, y le amenacé con ella. ¡Asqueroso! Le grité. Con las manos levantadas, bajó dos o tres escalones antes de que le arrojase la herramienta que estaba empuñando y echó a correr escaleras abajo. Y yo seguí tirándole herrameintas hasta que desapareciçó de mi vista. Después me asomé a la ventana, para asegurarme de que salía por el portal. Para comprobar que se iba de mi casa. Y a continuación, me puse a vomitar. Y a llorar. Vomitaba y lloraba. Las arcadas no cesaron cuando dejé de vomitar. El llanto tampoco. Mis hermanas, que ya habían entrado en escena al oir el ruido de las herramientas volando por la escalera y mis voces, se asustaron contagiadas, pero no entendían nada. Fueron a pedir ayuda.
Doña Gloria, una maestra de escuela ya jubilada que vivía en el bajo izquierda , estaba hablando con otra vecina en la pasarela cuando "el albañil salió huyendo como si le persiguiera el mismo diablo"-así se lo expresaría mas tarde a mi madre. Ambas seguían allí, cuando mis hermanas bajaron nerviosas, contando que algo había pasado con aquel hombre y me había puesto mala. Cuando mis padres volvieron, lo hicieron juntos y encontraron a sus tres hijas en casa de aquella buena vecina, a mi con una taza temblorosa de manzanilla, aunque algo ya algo mas tranquila.
El fin de mi ataque de nervios fue el principio de la furia de mi padre. Una tempestad que no hizo mas que empeorar cuando el empleado del seguro de la casa que le cogió el teléfono, se negó a identificar al albañil que habían envíado a nuestra casa. Aquel inconsciente no sabía lo que hacía si creyó que zanjaba el asunto cuando colgó. Fuimos a la oficina del seguro. Mi padre se empeñó en que fuese con ellos a pesar de las quejas de mi madre. Supongo que fuimos en coche. pero por como lo recuerdo, podría contaros que nos teletransportamos; o que fuimos corriendo por el aire, que se había vuelto dento y espeso.
En la oficina, el empleado se resistió a darnos la información, incluso después de conocer lo sucedido. El motivo de empecinarse en su silencio era que no habían contratado a ese hombre legalmente. El albañil llevaba años jubilado, y le pagaban en B por algún chollo. Pero salimos de allí con lo que habíamos ido a buscar, por supuesto. Y mi padre se tomó la justicia por su mano. Se presentó en casa de aquel hombre, que resultó que estaba casado y vivía con su mujer en nuestro barrio, tres o cuatro calles mas abajo.
El final de la historia os la cuento de oídas. Yo no estaba presente. Se que mi padre fue solo y llamó al timbre. Bueno, solo del todo no, acompañado por un palo que se aferró a su mano derecha como si fuese un bate. Contestaron y por el telefonillo le pidió que bajase. Y bajó.
Mi padre tuvo un arresto domiciliario por aquello. Creo que de una semana, pero no estoy segura de si fue algo más. No fue por la paliza que le pegó a él, sino por el palazo que le dio a su mujer, que al oír el jaleo en el portal bajó y se metió en medio haciendo de escudo humano a su marido; del golpe le rompió un brazo. Otro de los batazos había roto un cristal. La policía ya estaría de camino alertada por los vecinos. No sería la última detención de mi padre, pero si la única por la que me sentí orgullosa de él. A juicio de algunos, puede no verse bien eso de tomarse la justicia por su mano. Y yo no pretendo hacer apología de ello, ni mucho menos. Pero lo que si puedo decir, es que aquella no sería la única agresión sexual que sufriría en mi vida, pero si la única en la que sentí que se había hecho un poco de justicia.